Nota del Editor

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LEYENDAS DE POTRERO

domingo, 19 de julio de 2009

SUEÑOS PLAYEROS


Por Marcelo Ricci


(Tiempo estimado de lectura 5 minutos)


Es diciembre, terminan las clases y como todo pibe de barrio que vive a cuadras de la playa, Gustavito olvida los libros arriba de un polvoriento placar y emprende lo que será el verano en su pueblo. Con 12 años, pasara su tres meses de vacaciones entre la venta de diarios a puro pedal de bici y a gritos de las primicias graficas por las calles balnearias, a peleas con sus hermanos y demás canillitas por haberse traspasado los límites de cuadras establecidos en ese pacto que, los canillitas fundan para repartir diarios en busca del señor que te compra las revistas más caras, y los berrinches de la vieja para que no se gaste las chirolas que ganaba a la mañana en los videojuegos de la noche.

En definitiva, este humilde pibe de barrio tenía que ocupar el día para ganarse unos pesos y para “hacerse hombre en la calle”, como decía su padre. Ahora cuando Gustavo terminaba el reparto correspondiente y contento con la recaudación, iba a su casa a picar al mediodía y a las 3 de la tarde se rajaba para la bajada 26, la playa de su calle, donde sin un arreglo previo, sabía que se encontraría con sus amigos. Era un pacto silencioso premeditado. Cuando se agotaba el sol se iban para juntarse de nuevo al otro día detrás de los médanos.

Una tarde de enero, esos días de calor donde el sol raja la tierra y los pajaritos caen muertos del sofocón, donde quedan todas las reposeras vacías en busca del agua fresca y salada y los guardavidas atentos al pie del cañón por algún bañista imprudente, hacia su estampa en la caliente arena, la bandita de la 26, ese rejunte de sabuesos con hambre de gloria que venían jugando hace dos años en la categoría juvenil del Deportivo Toninense, con la frente alta y la mirada desafiante, en busca del algunos porteñitos que estén dispuestos a probar lo rustico y lirico de sus talentos con la pelota, dispuestos a marcar su territorio local.

Ahora bien, antes de establecer con cuatro bollos de sus remeras los dos arcos de la improvisada cancha, que a priori, nunca tenía un lugar fijo ni diámetro definido, como así tampoco un número de integrantes establecidos, tenían que batallar de antemano con las mirada amenazante de los turistas, el lente del binocular del musculoso bañero y la reprobación de los jugadores de vóley, que dicho sea de paso, ellos si tenían su cancha y la red enmarcada. Ah, ninguno de esos que le pegaban cachetazos a la pelota eran locales, ningún toninense puede estar los tres meses de verano con el cuerpo blanco sin una pisca de bronceado, jugando con lentes de sol y bermudas de marca de moda.

Lo habían charlado con un tano, de esos tipos que vinieron a los 10 años refugiados de la hambrienta guerra y que luego de 60 años en el país seguían manteniendo el mismo acento, este les había dicho que tenían que presentar una carta ante el Concejo Deliberante Municipal pidiéndole una adjudicación para una cancha fija de futbol playa. La imaginación da para pensar que al tano Vicente lo expulsaron del país europeo por anarquista, si no fuera que se vino tan chico de la “bella Italia”. Los chicos se habían embalado con esta idea, pero si se escuchaba que los churreros, los vendedores de pirulines, de manzanitas y los tediosos heladeros no podían conseguir ningún favor especial, menos unos insignificantes entusiastas de futbol.

Este combinado se puso a pelotear, esperando que salte un “hay equipo” entre las sombrillas y equipos de mates. Por ahí aparecieron un rejunte de siete chicos capitalinos, diciendo que jugaban en las inferiores de Vélez, actitud que dispuso a la bandita de la 26 a ponerlos aprueba.
Entre caños, gambetas, pie fuerte y barridas, se enmarcaba la figura de Gustavito, ese que fortificaba y mantenía sus piernas a base de pedaleadas por las calles de Las Toninas.

Este habilidoso numero 8, jugaba mas para la tribuna que para sus compañeros. Muchas veces se desconectaba del picado para buscar una mirada aprobadora de alguna linda chica o veraneantes curiosos.
Entre uno de esos relampagueos fugaces, Gustavito, el clon del paraguayo Acuña, (ese metedor inalcanzable que se destaco en Boca Juniors e Independiente de Avellaneda en la segunda mitad de la década de los 90), más parecido por sus similares físicos que por su talento, observa a un ávido lector del diario deportivo Ole, que mira por arriba de este el juego en cuestión, cubriéndose la cara del sol con una gorra que lleva el escudo de Estudiantes de la Plata. En ese momento Gustavito se percata que este señor también tiene un short y remera con la marca que esponsorea a dicha institución.

Es ahí, cuando la competencia contra los porteñitos de las inferiores de Vélez pasa a un segundo plano, y empieza interiormente a querer destacarse más que todos los jugadores, porque paso por su mente que este hombre era un “cazatalentos” del club pincha. Es así como empieza a poner lo mejor, mientras que se imaginaba calzándose los botines para ingresar al estadio platense con la casaca número 8 en la espalda. Quizás sería un escape al estudio, al reparto de diarios por monedas y para darle a su familia un bienestar mejor.

Permanentemente Gustavito mira como este representante atiende el partido y cada movimiento de los jugadores, a la vez que desvía la mirada de su diario para mirar al bañero y se da el tiempo para hacer una llamada por teléfono desde su celular. El chico con sueños grandes piensa que está llamando a directivos. Se teje así la esperanza de ser parte de un plantel de los equipos más grandes y populares de Argentina.

El “torito” Acuña tira un sombrero, la agarra de aire y revienta el arco del travesaño imaginario y le pega al termo de la señora que se ubicaba a pocos metros del picado. Lo mira al fulano representante buscando un gesto de aprobación, este cierra el diario, acomoda su teléfono y enfila hacia el mangrullo del bañero.

Gustavito cree que su momento llego, que está a punto de ser llevado a prueba al club de La Plata, pero el hombre, enojado, le pide al cuidador de bañistas que le diga a los chicos que dejen de jugar al futbol, porque además de romperle el termo a la señora, no lo dejan ver como sus nietos juegan en el agua. Se esfuma así, y solo por esa tarde, el fulbito y el sueño de Gustavito.